Hoy me he levantado sintiéndome de la mierda. De verdad, de la purita mierda. Con unas ganas frustradas de echarme a llorar. Y es que no lo consigo. Y no sería el mejor momento para ponerse a escribir, digo yo, pero regreso a mi rutina diaria aprovechando que Daniela y Lucas están con el resopón tras el desayuno.
Se me hace desagradable, básicamente por vergonzoso, contar aquí que hoy me he levantado con ganas de llorar. Me han entrado un poco más los huesos en el sitio y eso hace que entre en contacto con una parte de mí que lleva treinta años aplastada, retorcida, machacada. Y una parte de mí dice “Dios mio…” mientras la otra dice “No puede ser. Dios, no puede ser”. Pero sí. Cuanto más me recupero y más pruebas recopilo… pues sí, resulta que es. Diría que hay que joderse. Tal vez sí, tal vez no. Estoy indeciso.
El caso es que ayer nos tuvimos que enfrentar con una nueva realidad: los cartones de mudanza.
Es una casa antigua. Tendrá más de cien años casi seguramente. El sótano, en las profundidades del edificio, tiene un cierto punto de humedad. Eso ya lo sabíamos cuando almacenamos muchas cosas allí, entre ellas los cartones de mudanza.
Ayer quisimos meter en alguna caja algo de ropa de cama de invierno que, en estas fechas, sólo estorba, así que bajé al sótano a por un cartón de mudanza con la intención de mutarlo en caja y meter algunas cosas dentro.
Sorpresa: hongos.
Tomé el cartón, lo subí tres pisos y lo inspeccioné en la terraza: una costra blanquecina se había formado a lo largo del canto en el extremo del cartón. Más allá de la costra blanquecina se extendía una mancha negruzca. Yo tal vez lo hubiera frotado con un poco de vinagre y lo habría puesto a secar. Daniela lo vio y dijo que era inaceptable. Me vi el panorama: yéndome como la mierda, investigando en la semi-oscuridad del sótano el estado de la veintena de cajas de cartón. Pero ya me voy acostumbrando a hacer las cosas incluso sintiéndome como la mierda.
Dar cera, tragar sapo.
Bajé al sótano y fui a través de cada uno de los cartones: costra, costra, negro, costra, negro, negro… este se deshace, negro… Los fui sacando y los apilé. De pie, me los quedé mirando
Cogí cuatro o cinco y eché a andar por el angosto pasillo repleto de tuberías y cables y telarañas. Los subí al exterior y los llevé hasta los contenedores azules.
Los contenedores azules estaban cerrados, los tres. Hice un hueco entre dos y empecé a apilar en vertical, volviendo a recoger los trozos de un cartón que se desintegró por el camino.
Lenta y pesadamente, hice media docena de viajes entre el sótano y los contenedores azules.
¿Alguna vez habéis transportado cartones de mudanza de aquí para allá? Los coges con las manos haciendo pinza. Se escurren, los aprietas contra la cadera. Los pinzas más fuerte. Después de varios viajes, los antebrazos arden.
Después de un buen rato, terminé de sacar los cartones del sótano. Ahora habría que comprar nuevos.
Me imaginé yéndome como la mierda, viaje al Bauhaus, encontrar la manera de aparcar por allí, encontrar los cartones, dejarme los antebrazos de camino al coche, regresar a casa, dejarme los antebrazos en viajes cartoneros a la esquina seca del sótano. En fin, qué le vamos a hacer.
Daniela miró en eBay. Vendían 30 cartones por 35 euros, gastos de envío incluidos. 35 euros era lo que cobraría yo, como mínimo, por llevárselos a alguien desde el Bauhaus. Todavía no entiendo cómo dejamos la compra para algún momento del futuro.
Y ya estoy terminado la columna de hoy. Me va como la mierda, pero me doy cuenta de que, en estos momentos, estoy aprendiendo a hacerme la pregunta: “¿Cómo hago para que me vaya mejor?”. Y me doy cuenta de que, escribir la columna, algo me ha ayudado.
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