
Mírame un momento en esa foto.
Llevaba un año trabajando como programador de PHP en Múnich en una pequeña empresa. Trabajaba en el soporte técnico. Leía los tickets de los clientes con atención y programaba ajustes en nuestra aplicación, un gestor online de cursos y seminarios. Hacíamos mucho más ligera la parte más pesada de la administración de una academia.
Ese día nos hacían fotos para la página web de la empresa.
Me puse una camisa y, como cada mañana, caminé hasta el trabajo.
Me puedes ver riendo en la foto. ¿Te has preguntado alguna vez qué dura una foto?
Apenas una fracción de una décima de segundo.
A veces tenemos que mirar un poco más que eso para poder ver más profundo.
Apenas se puede percibir el dolor que sentía, el dolor que llevaba ya más de un lustro experimentando. Un dolor tan intenso, profundo y constante que me hacía imposible concentrarme en mi trabajo.
Estuve año y medio acudiendo a esa empresa.
Recuerdo cruzar el río Isar cada mañana sintiendo el dolor y la angustia, aguantando las lágrimas, temiendo llegar a la oficina, que las cosas se pusieran difíciles y que tuviera que encerrarme en el cuarto de baño y llorar. Me encantaba ese trabajo y me encantaba programar, pero sentía tanto dolor que me resultaba imposible hacerlo. Eso repercutía, naturalmente, en mi trabajo.
Yo intentaba engañarles a todos. Después de veinticinco años, eso era segunda naturaleza para mí.
Empezaba conmigo mismo.
Siempre tenía una excusa, una explicación, un discurso incómodo. Algo que decir. Sin embargo, no podemos engañar a todos todo el tiempo. Cada vez se me pedían más explicaciones.
Un día, finalmente, me abrí ante mi jefe. En plena pandemia, durante una videoconferencia, explicándole cómo era para mí ir a trabajar cada mañana, rompí a llorar y me deshice. Al día siguiente fui despedido.
Fue un enorme alivio para mí.
Mira.
Pasé veinte años hundiéndome en la angustia, la ansiedad y el terror antes de considerar detenidamente el suicidio. Cuando decidí, gracias al apoyo de mi familia, seguir adelante, encontrar lo que me sucedía y ponerle fin, inicié un camino que me llevó a descubrir en mí un dolor abrumador. Un dolor tal que, si intentaba sentirlo en su totalidad de una, temía desmayarme. No podía creer que nadie pudiera sentir tanto dolor.
Es descubrimiento tuvo lugar en 2014, y llevo desde entonces abriéndome paso a través de ese dolor en un larguísimo y penoso proceso de sanación. Cuando en 2002, hundiéndome en el entumecimiento más profundo, buscando a alguien que pudiera comprenderme, decidí abrir este blog, poco sabía lo que estaba por venir.
Podría contarte más cosas acerca de mí. Que me llamo Javier Malonda Ricart, que estudié Ingeniería Industrial y que vivo en Alemania, por ejemplo.
Me mudé a Regensburg, en Baviera, en 2004, y durante cuatro años viví allí. Trabajé como ingeniero para una multinacional de la automoción e hice crecer este mismo blog, llegando a ganar el premio “20 Blogs” al mejor blog del año por votación popular con 60.000 votos en el primer concurso organizado por el diario 20 Minutos.
También en esa época creé la tira ECOL, una tira cómica sobre informática centrada en Linux que disfrutó de un gran éxito, llegando a recibir en torno a medio millón de visitas mensuales en su apogeo y de la que dibujé unas 400 tiras.
En 2008, cuando parecía que mi vida estaba en lo más alto, cuando trabajaba como ingeniero de éxito en una multinacional en Alemania, tenía un nutrido círculo de amigos, una novia, éxito en parcelas creativas y ganaba más dinero del que podía gastar, me quedé finalmente sin fuerzas; sin fuerzas para seguir sosteniendo una mascarada, la fachada de una vida aparentemente plena y exitosa y, sin embargo, hueca y vacía. Muerta.
Dejé el trabajo, dejé a mis amigos, dejé a mi novia. Lo dejé todo y regresé a casa de mis padres, perdido y desesperado, hundido y a kilómetros de todo y de todos.
Consideré detenidamente suicidarme.
Podría hablarte acerca de ello, pero lo resumiré en la decisión que tomé: vivir.
Y lo hice con una determinación hasta entonces desconocida para mí.
Mi vida tenía entonces un propósito conciso y claro: encontrar lo que me ocurría y ponerle fin. Llevo más de una década trabajando en ello y, aunque todavía me quedan algunas cosas que hacer, esto ya está casi terminado.
Aprendí, a lo largo de cuatro años, Programación Neuro-Lingüística —P.N.L.— e Hipnosis ericksoniana, y reuní los recursos necesarios para enfrentarme a algo que llevaba más de dos décadas enterrado en mi inconsciente, esperándome pacientemente.
Hoy, mi vida ha cambiado prácticamente completamente. Bendecido con una mujer y un hermoso y sano niño, con su apoyo y amor, continúo trabajando para completar mi recuperación, para ser uno más, para reconectar con el todo.
Para terminar de transformar el dolor en bienestar.
Y doy las gracias por la oportunidad de hacerlo.