Vamos con este título hoy. Desde luego, poco hago por el SEO de este blog. Aprovechando el resopón de esta mañana, hoy voy a contar una historia que me resulta muy vergonzante y que a muchos puede resultar desagradable, así que estáis avisados. Pulsa el “seguir leyendo” bajo tu propia responsabilidad.
¿Por qué cuento esto? Bueno, un par de razones:
- El viernes tengo una cita importante al respecto, y me reconfortaría mucho tener algo de feedback compasivo acerca de este tema.
- Por lo que puedo llamar “El incidente de los cinco mil emails”, y así cuento la historia en una separata fuera de estos bullet-points.
El incidente de los cinco mil emails
Sucedió cuando trabajaba como programador en la última empresa en la que estuve colaborando.
Allí hacíamos ajustes a un software para la gestión de cursos y seminarios. Una de las cosas que hacía el software era enviar emails. Los emails contenían avisos, documentos, certificados… El límite era la imaginación. Y estos emails tenían que ser enviados a los alumnos. A veces había muchos alumnos.
Entre alumnos y antiguos alumnos, las bases de datos de las escuelas tenían en ocasiones miles de entradas.
Una mañana estaba haciendo yo unos cambios cuando quise hacer una prueba para ver si el email que acababa de crear se generaba adecuadamente. Lo hizo. Para cuando me di cuenta, de hecho se habían generado cinco mil emails aproximadamente. Miré horrorizado la base de datos con el registro de aquellos cinco mil emails que acababan de salir enviados a los alumnos de la academia. Horror.
Me entraron sudores fríos mientras consideraba qué podía hacer. Al final, concluí que lo más adecuado era decírselo a mi jefe inmediatamente, y así lo hice.
Resultó que los emails no habían salido en realidad. Se habían generado pero no habían sido enviados. De hecho, había un par de mecanismos de seguridad para impedir un envío indeseado, que seguro que ya había ocurrido en el pasado.
Cuando se lo conté a Mikail, mi compañero, quien había empezado conmigo e íbamos más o menos a la par en nuestro aprendizaje, me dijo:
—A mí eso me ocurrió la semana pasada.
Si Mikail me lo hubiera contado entonces, seguramente yo hubiera podido aprender de su error y evitar mi mal trago, pero no lo hizo.
A veces, porque las cosas nos resultan vergonzosas, nos las callamos, privando a otros de la oportunidad de hacer las cosas mejor aprendiendo de nuestros errores. Se dice que “Nadie escarmienta en cabeza ajena”. Eso es falso.
Una vez vi a un tipo en moto sortear un atasco metiéndose por el carril bus. Un coche asomó el morro unos metros más adelante. La moto dio una voltereta por encima del capó del coche. El tipo se dio una hostia de espanto. Yo escarmenté con creces solamente de verlo.
Una de salud dental
La historia de hoy va de salud dental. Podría ir de salud mental, y de hecho están relacionadas, pero nos quedaremos en el ámbito de los dientes esta vez y, en particular, de las encías.
Siempre me he cepillado los dientes con cuidado. Varias veces al día, al menos dos: por la mañana y por la noche. Al margen de eso, poco más. Creía que era suficiente. Tal vez lo hubiera sido.
Empecé a fumar en la universidad, aunque sólo lo hacía ocasionalmente los fines de semana al salir por las noches. Cierto es que, en algunas etapas, fue más que eso, pero no empecé a fumar de seguido hasta que llegué a Alemania y empecé a trabajar y una tarde, después de salir tarde del trabajo hecho una mierda, vi una máquina de tabaco en la calle y dije:
—Qué demonios, ¡me lo merezco!
Como si fuera un premio.
Desde ahí, cosa de un paquete diario. Lo que se llama fumar.
Más tarde pasaría al tabaco de liar porque seguramente era “más sano”.
Hasta aquí la historia va de fumador, pero llegamos a 2014 y me doy cuenta de que no me siento. Me puedo ver pero no me puedo sentir. Mediante meditaciones diarias, empiezo a profundizar en el vacío. Para mi sorpresa, descubro que el vacío contiene dolor; dolor entumecido. Empiezo a desenterrarlo sistemáticamente como si se tratara de un trabajo profesional.
Pronto el dolor se hace insoportable. Cada mañana me despierto a un dolor abrumador, deliro durante el día y permanezco despierto por la noche hasta que, agotado, me duermo. Al día siguiente, más de lo mismo.
Paracetamol e Ibuprofeno son un chiste. No tengo acceso a morfina. Así, consigo un poco de marihuana.
Me fumo un porro y el dolor desaparece. Durante una hora tengo una ventana de pausa en ese desierto de increíble y absurdo dolor. Puedo usar ese tiempo para meditar o practicar yoga, avanzando en una especie de sanación que empiezo a tantear.
Paso dos años desenterrando cada vez más dolor.
Dos años. Día a día, semana a semana, mes a mes… cada vez más dolor.
El primer año me fumo unos 8 porros diarios. El segundo, para gestionar el dolor creciente, tengo que doblar la dosis, fumando unos 16 porros cada día. Me levanto por la mañana y, para poder desayunar, tengo que fumar marihuana.
Me fumo los porros haciendo una boquilla de cartón. Con cada calada, siento el aire ardiente pasar entre mis dientes. Sé que me estoy haciendo daño, pero soy incapaz de afrontar ese dolor sin ayuda de la droga.
Algo que se nos suele pasar por alto a los fumadores es el número de cigarros que fumamos a lo largo del tiempo. No pasa nada por fumar un cigarro, pero si fumamos un paquete al día, eso son veinte cigarros cada día. Por treinta por doce, eso hacen más de siete mil cigarros en un año. A ese ritmo, en diez años son setenta mil cigarros. Eso hace algo.
La boquilla, también hace algo. Una boquilla de cartón deja pasar todo lo que se quema.
Hacia finales del segundo año, cepillándome los dientes, empecé a escupir sangre.
Es un momento duro, cuando estás ahí mirando la porcelana y ves la sangre gritando escandalosamente sobre la superficie. Se hace muy difícil no poner atención.
Y fue en ese momento en el que me dije:
—Javier, ¿quieres conservar tus dientes?
Y me respondí que sí.
Así que tuve que renegociar los términos del contrato vigente.
Afortunadamente, algunas cosas positivas estaban sucediendo por entonces. Por ejemplo, estaba terminando de desenterrar dolor. Tras dos años encontrando cada vez más dolor, el dolor había dejado de crecer, lo que sugería que pronto empezaría a decrecer. Bueno… me mentí, pero fue por una buena causa.
Por otra parte, mis habilidades hipnóticas habían avanzado mucho y por entonces yo podía entrar en estados alterados muy profundos en los que podía alcanzar una especie de estado vegetativo en el que podía estar tumbado en el suelo y respirar menos veces por minuto, entre una y dos. Respirando contra dolor, menos respiraciones significa menos dolor. Si además bebes poca agua, reduces también el número de veces que tienes que ir al baño. Eso significa más vegetación y menos dolor. No es que quedes muy funcional, pero al menos sobrevives.
Me ahorraré aquí los detalles más escabrosos. El dentista me miró la dentadura.
—Uff —dijo—. Es que tienes una dentadura de mala calidad.
—Eso debe de ser, qué mala suerte —vine a responder yo, muerto de vergüenza.
¿Cómo le cuento acerca del Big Crunch, de la soledad, del dolor, de la marihuana para poder ponerme en pie por las mañanas y seguir vivo?
Me dijo que tenía algo así como periodontitis y que tenía que hacerme un tratamiento. Que ahora no era un problema, pero que en diez o veinte podía serlo. Me contó como funcionaría la cosa.
Yo iría cuatro veces y, en cada cita, él me trataría un cuadrante de la boca: anestesiar y hurgar con un hierrecito bajo la encía para sacar la porquería.
—Vale vale, ya hablaremos.
No volvimos a hablar.
Me vine a Alemania.
Me olía el aliento.
Joder, qué vergüenza. He encontrado en algunas ocasiones personas a les que les olía el aliento. Era una experiencia asquerosa, acercarse a estas personas, estar hablando algo con ellas, y oler ese olor putrefacto. Y ahora era yo. Sentía un sabor de boca muy desagradable todo el tiempo.
—Tienes las encías inflamadas —me decía Daniela.
¿Inflamadas? Yo las veo como siempre, normales.
Un día, algo más recuperado, me animé a ir al dentista. Encontré una dentista en Múnich que hablaba español. Eso me hizo sentirme algo más en casa.
—Tienes periodontitis —dijo—. Se trata de unas bacterias que se acumulan en los dientes y, cuando las encías están pachuchas, se meten por debajo y se comen los dientes. El olor viene de ahí, porque se alimentan de la comida que se encuentran. Y bueno, si no lo tratamos, eso puede ser un problema serio y puedes llegar a perder dientes.
Yo amo mis dientes. Quisiera conservarlos todos. Estoy aprendiendo a amarme a mí mismo completamente, pero a mis dientes ya les tengo mucho cariño. Haría el tratamiento.
Si siempre he tenido pavor al dentista, imagina lo que fue para mí ir una cita tras otra durante dos meses, casi cada semana. Primero a que me sondearan las encías, clavándome un hierrecito alrededor de los dientes mientras sentía como si el acero se clavara directamente en mi sistema nervioso. Después mientras me hurgó con el hierrecito entre el diente y la encía a lo largo de toda la mandíbula. Dios, me entran sudores fríos de recordarlo.
Pero mis encías estaban inflamadas y, tras el tratamiento, la inflamación se redujo. El olor en mi aliento desapareció por completo. Un sabor mucho más agradable retomó mi boca. La tortura había valido la pena.
Hace dos semanas volví para la revisión. Me volvió a sondear la boca y esta vez me dolió mucho menos. Me dijo que había mejorado mucho, pero que había algunas bolsas de inflamación que habían permanecido. Estaban tan profundo que no habían podido beneficiarse del tratamiento. La solución propuesta: abrir las encías con un escalpelo, limpiar en profundidad y volver a cerrar con puntos. Casi me desmayo mientras me lo explicaba.
—No es para tanto —decía—. Es peor la idea que lo que es. Lo explico porque tengo que hacerlo legalmente, pero preferiría no hacerlo porque es mucho menos que eso.
—Adelante, vamos a hacerlo —dije sobreponiéndome a los sudores fríos.
Me estoy especializando en liquidar sapos, y mi dentista tiene una ametralladora. Son casi de los peores sapos que puedo concebir. La idea de sentarme este viernes ya en el sillón del dentista durante una hora y media para que la mujer me abra las encías con un escalpelo me revuelve las entrañas, pero sé que es lo mejor que puedo hacer por mí mismo. Hora y media es un partido de fútbol.
¿Alguien ha pasado por esto?
Cuidaos los dientes, por el amor de Dios. Venden unos cepillitos llamados interdentales que sirven para hurgar entre los dientes y sacar la porquería que se acumula tras las comidas. Sólo con esto podríais libraros de este mal trago. Si fumáis, cread una alternativa funcional más sana.
Por favor, que mi historia sirva para algo y os ahorréis los cinco mil emails y la horrible experiencia.
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