Yo, mi, me, conmigo (y contigo).

Se ha hecho ya la una de la noche, otra vez. Biberón.

Lucas lleva ya un rato llorando como si el mundo fuera a acabarse de un momento a otro. Se me hace difícil pensar que sólo le duele la barriga. Llora como si fuera a explotar de un momento a otro. Eso es sensibilidad al dolor.

Daniela me llama desde el dormitorio. Los últimos cambios en la política de biberones nocturnos señalan que, cuando después del biberón no se calma, el bebé debe ser despachado a su madre. Voy para allá.

De vuelta a la cocina, me abro la ventana y me siento para mis diez minutos de paz del día. Me pongo algo de crema en las manos.

Entre el frío, pasamos los días bajo cero últimamente, y el continuo lavar de manos, tengo la piel de las mismas cuarteada. A veces, en los nudillos, la piel literalmente se me rompe y sangra. El aire fresco, pero que muy fresco, inunda lenta y rápidamente la casa. Froto mis manos entre sí despacio y suavemente. Es un ejercicio agradable.

Miro el reloj: la una y media de la mañana, otra vez. Me despertaré a las siete de la mañana para el curso de orientación laboral, así que esta noche me quedaré por debajo de las seis horas. Leí que Elon Musk duerme seis horas diarias. Quién las pillara. Pero para qué quejarme: ahora las duermo del tirón.

Pasa la noche. Me despierto. Voy al baño.

En el labavo, dos bodys y un pantaloncito llenos de pura mierda, como si al bebé, en algún momento de la noche, le hubiera explotado el culo. Doy las gracias a Daniela por haberme ahorrado la experiencia nocturna. Termino de hacer lo mío y me lavo las manos en la cocina.

Desayuno. Me ducho. Ocho y media y comienza el curso. La profesora sigue enferma y estamos allí, en nuestras ventanitas digitales, confusos y sin rumbo. Nos quedamos un rato hablando de todo un poco.

Me trago un par de sapos. Respondo un par de comentarios del blog. Comienzo esta columna. Oigo al bebé llorar.

Daniela y Lucas están en el baño. Entro y me hago cargo del cambio de pañal.

Los pañales son como una caja de bombones: nunca sabes cuál te va a tocar. Lo que sí sé es que, es lunes por la mañana y, a juzgar por lo que me he encontrado en el lavabo al despertar, el peor de la caja ya ha salido.

Tiro de los velcros hacia los lados.

Es ese momento de tensión, de anticipación, de preparación ante la sorpresa. Tiro hacia abajo del pañal que, por la consistencia, se siente muy empapado y… Apenas una pequeña mancha de color mostaza. Sólo esto ya me alegra la mañana.

Cambio el pañal pim pam con una meada intermedia con leves consecuencias y comienzo el largo camino de vestirle.

Yo no sé si eso de la astrología es cierto o no. Pienso que todo influye en todo, así que las estrellas deben de hacer su parte. Lo que sí que creo es que es diferente nacer en invierno que nacer en verano. Es diferente que tus cumpleaños tengan lugar en enero, en la oscuridad y en el frío, que en julio, bañándote en la piscina con tus amigos en un día radiante. Eso influye. Y eso también influye en el cambio de pañales.

El body. El otro body. El pantaloncito. Los zapatitos. La chaquetita. Cuando he terminado, estoy exhausto. Si se vuelve a cagar en ese momento, pasarán horas antes de que le vuelva a cambiar el pañal. Por lo menos esta vez ha cooperado.

Pero bueno, aprovechando que ahora mismo está agarrado a una teta, ese lugar en el que pasa los días, me siento aquí un rato a escribir postergando el momento de enfrentar la fregada del desayuno. Tal vez sea el momento de empezar a usar el lavaplatos. Y tal vez sea el momento de empezar a meter tres de estas columnas semanales en un libro y, después de unos meses, sacarlo a la venta. Si voy a seguir escribiendo, ¿qué tal si lo hago sostenible?

Pero a lo que quería ir hoy antes de perderme por páramos de bebesito, es a justificar el por qué escribo tanto en primera persona.

Es cierto que gran parte de lo que escribo está puesto en primera persona. Yo hago esto, yo pienso esto, yo siento esto. Es cierto que es llamativo, e intuyo que puede ser especialmente llamativo para personas de, por citar dos ejemplos, ámbitos científicos o legales, campos en los que las cosas suelen ser hechas por entes más bien abstractos o, directamente, las cosas se hacen solas.

Pero esto va de prosperidad, y en concreto va de prosperidad a través de la salud, tanto física y mental, y parte de ese proceso de sanación pasa por hacerse cargo de las cosas propias. Para ello hay que poner las cosas en primera persona.

Hay una fase, que seguramente nunca termine pero que se vaya moderando a medida que se integre, en la que hay que, por decirlo de alguna manera, “reescribir código”. Es decir, coger las cosas en la mente y “reescribirlas” de manera que quedan conectadas con el “yo”. Como diría Arrabal: “¡Dejadme haplbar!”.

A medida que vivimos y crecemos, acumulamos dolor. El dolor viene del daño, conviene precisar. Parte de ese daño… parte de ese daño es incluso culturalmente apreciado: pertenecemos porque nos dolemos de las mismas maneras. Aprendemos incluso a hacernos daño como nuestros padres. En ocasiones es incluso, como digo, una cosa familiar.

Aprendemos a atribuir esas fuentes de dolor a causas externas: estoy mal por la política; estoy mal por mi jefe; estoy mal por mi mujer o mi marido. Estoy mal por esto y lo otro. Es lo que se conoce como “echarle la culpa a alguien”.

Parte fundamental de proceso de sanación es tomar conciencia de que “Estoy mal por mi propia responsabilidad”. Algo hice para estar mal. Eso son malas noticias porque duele mucho, pero son buenas noticias porque puedo hacer algo al respecto. Ahora, para eso, hay que pasar por el “Yo, mi me, conmigo”.

Si estuviera todavía en esa fase, no estaríais leyendo esto. Pasé años, al menos dos, tumbado en el suelo mirando el techo y “reescribiendo” mis pensamientos.

“Esto… yo”

“Esto otro… yo”

“Este dolor… yo”

“La culpa de esto la tiene… yo”

Y así un día tras otro durante cientos de días. Literalmente delirante. De dolor. No sé cómo lo hubiera podido hacer sin marihuana, así que gracias a esa bendita planta por su ayuda.

Ahora, el ego es la parte mental del dolor. Es la parte de la identidad que surge del dolor. Es esa construcción, ese quien creemos que somos, que nos aísla del dolor y nos permite entumecerlo. Hablar de ego es doloroso, por definición, pues es hablar de dolor y sus aledaños. Sin embargo, cuando estamos en este contexto, de prosperar a través de sanar, de ir desde la devastación hasta el bienestar, es necesario pasar por ahí. Y es doloroso. Como mínimo, es molesto.

Y por eso que pongo tantas cosas en primera persona, y es por eso que, a algunos, os puede chocar y molestar especialmente.

Hay algunas cosas con las que quiero que os quedéis leyendo este blog. En particular se me ocurren ahora dos especialmente importantes:

  1. Llorar está bien. Llorar alivia. Llorar sana. Llorar es humano. Llorar es necesario.
  2. Está bien pensar en uno mismo. Pensar en uno mismo es necesario.

Normalmente uno piensa en uno mismo cuando está solo pero, en este contexto de prosperidad a través de la sanación, os quiero transmitir mi ejemplo, y es por eso que, tan a menudo y con tanta intensidad, me expreso en primera persona: quiero que aprendáis a hacer lo mismo. Y duele, claro. Duele tanto como el dolor que ya esté ahí. Es lo que ocurre cuando llevamos la atención hacia nosotros mismos y estamos llenos de dolor: nos lo encontramos. Nos damos cuenta de lo que hay.

En fin, ahí unos cuantos pensamientos al respecto hilados con más o menos fortuna usando mi voluntariosa pero, ya durante semanas, privada de sueño, mente.

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