La disputa de Wallapop

Hace un par de días hice mi primer envío por Wallapop. Entré con mi hermana en la oficina de Correos del barrio, desde donde he llegado a enviar ejemplares de Bilo y Nano.

Habían pasado muchos años. Entramos con dos cajas. En una había un globo terráqueo. En la otra, una caja Frankenstein, una espada: una Tizona del Cid comprada en Toledo hace ya muchos años, en aquel verano en el que mi hermana y yo nos amotinamos.

La oficina había cambiado mucho. Allí había mucho más espacio.

Me pareció ver a Jaime Altozano. Se parecía mucho. Hablaba con una chica acerca de las cajas, de su tamaño y de su precio. Tal vez estuviera buscando algo para sí.

Resultó que Jaime trabajaba allí. Su única compañera era una chica de unos veintipocos años. Había un ambiente muy millenial en el local. Delante de nosotros, un chaval, con una enorme chaqueta y un gorro de lana, charlaba con la chica casi que recostado sobre el mostrador.

—No te lo puedo dar —decía la chica—, está a nombre de otra persona.

—Es mi amigo.

—Entonces tiene que venir él —replicó la chica—. O tienes que traer un certificado de que puedes recogerlo en su nombre.

—Estoy hablando con él por WhatsApp —dijo alzando el móvil—, ¿eso no te vale?

—No —dijo la chica.

—Vive aquí al lado. Va a bajar en seguida.

La chica simplemente le miró. Nos tocaba.

Estaba muy emocionado. Era mi primer envío por Wallapop. Mi hermana me había contado que, en la aplicación, había que pulsar aquí y allá y salía un código de barras y entonces allí los escaneaban e imprimían una pegatina y la pegaban y salía el paquete. Revolviendo confuso por la aplicación, me sentí como se debía de sentir mi padre cuando empezó a manejarse con el móvil por primera vez.

—A mí esto me supera —me decía.

Entre el ambiente millenial de la sucursal y mi torpeza para moverme por la aplicación y encontrar el dichoso código de barras, me sentí de un viejo de aúpa. Para colmo, allí había muy poca cobertura, Dios sabe por qué, y la espera, mirando la cola de media docena de personas, se me hizo larga larga. Pero saqué los códigos.

—Este paquete es muy grande. No sé si va a pasar —dijo la chica.

Vaya. A ver.

—Por Correos no, pero por Wallapop sí.

Ok, pues que pase por donde sea pero que pase.

Y así salí de allí ufano por mi primer envío por Wallapop.

Hoy, después de un día de mierda, revuelto de arriba a abajo tras pasar horas revolviendo recuerdos, comíamos mi hermana y yo cuando me vibró el móvil. Una conversación de Wallapop.

—Perdona —decía el mensaje de la compradora de la espada.

Hmmm…

—El soporte ha llegado roto.

—¿Qué soporte?

Tras unos compases, consiguió mandarme una foto por WhatsApp. Entre que el material de la empuñadura, tras veinte años, ya estaba revenido y que, en algún momento del transporte, algo muy malo le había pasado a aquella espada, se había roto una pequeña parte de la empuñadura y se había soltado el pequeño soporte metálico para colgar y lucir el vil metal.

Las espadas ya no son lo que eran. Ya no se hacen espadas como antes. Una espada nuevecita, por estrenar. Todavía no había derramado sangre.

Le pregunté a la mujer si le podía llamar.

Hablamos. Le expliqué que venía de Alemania, mi padre muerto, la casa por vaciar… Que si quería que se quedara la espada y le devolvía el dinero. Que no me la mandara de vuelta.

Pero ella tenía tres opciones: se la quedaba y decía que estaba ok, la rechazaba y la enviaba de vuelta, o abría una disputa.

—¿En qué consiste la disputa? ¿Cuánto dura? El miércoles vuelo de regreso a Alemania.

¿Qué coño hago vendiendo una espada por Wallapop?

Al final quedamos en que abría la disputa y a ver qué pasaba.

Estoy en ascuas.

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