La verdad vale. Vale como el oro. Nada vale tanto como la verdad. Descubrirlo duele, pero alivia. Alivia mucho.
“Hola señor Mengano”, escribía en el ticket.
Yo ya conocía al señor Mengano. Le había escrito docenas de veces. Podías coger mis mensajes en los tickets y ver la rígida estructura a lo largo del tiempo. Me dolía escribir “Hola señor Mengano” porque me lo había dicho mi jefe hacía varios meses. Esa era la verdad. Y me dolía cada vez más.
No sé. Tal vez soy muy sensible. Tal vez tengo esa sensibilidad de los artistas. Sea lo que sea, tengo que cuidar de mí, y a estas alturas tengo que hacerlo a toda costa.
Dicen que la verdad duele. Eso no es necesariamente así. Pero la verdad que solemos ocultar, y que por tanto más valor tiene, esa sí suele doler.
Los seres humanos podemos ser muy complicados, pero en el fondo somos muy sencillos. Nos acercamos a lo que resulta placentero y nos alejamos de lo desagradable. Esto vale incluso dentro de nosotros. Esto rige, especialmente, dentro de nosotros. Después de esquivarla durante demasiado tiempo, la verdad duele.
Pero la verdad tiene que ser reconocida. La verdad tiene que ser honrada. La verdad tiene que ser dicha. La verdad tiene que ser escrita.
La verdad es que mi trabajo resultó doloroso. Sufrí prácticamente cada día.
Dejé de ir en bicicleta para ir caminando. Mi trabajo tenía algunas ventajas. Una de ellas era que podía ir andando y me llevaba media hora.
Caminar al trabajo me daba aire puro, me daba ejercicio y me daba movimiento en los brazos, lo cual me permitía introducir algo de holgura en mis hombros retorcidos.
Cada mañana cruzaba Wiener Platz y descendía hasta el río para cruzar por el puente del Maximilianeum. A menudo tenía que aguantar las lágrimas.
Menudo panorama: un estresante día de trabajo ante mí mientras me aguantaba las lágrimas. No quería ponerme a llorar cruzando el puente. Tampoco quería ponerme a llorar entrando en la oficina. También temía que el fragor de la batalla laboral alcanzara tal nivel que tuviera que encerrarme en el baño y llorar. Pero así pasaba mis días, aguantando las lágrimas y temiendo echarme a llorar en cuanto las cosas se pusieran insoportablemente feas.
Ahí estoy yo, comiendo con mis colegas, aguantando las lágrimas con un nudo en la garganta, haciendo como si nada. Sosteniendo una pesada fachada. Ahora a trabajar cuatro horas más. Ahí va otro ticket de los chungos.
La cosa se puso todavía más fea cuando llegó el coronavirus. Empecé a trabajar desde casa y me sentí todavía más solo, más distante, más aislado. Más dejado de la mano de Dios. Ahí va otro ticket de los chungos. Resuélvelo rápido y sin ayuda. Estaba tan estresado que ni siquiera podía pensar.
A veces tenía que dejar de trabajar para ponerme a llorar. A veces aprovechaba la pausa para comer para echarme a llorar. Ahí estoy, empujando la comida dolorida tráquea abajo. Es difícil llorar y comer a la vez, pero luego hay que seguir trabajando. ¿De verdad vale tanto un alquiler? ¿De verdad valen tanto la luz y el agua y la comida? Pero sobre todo: ¿de verdad que no hay otra manera?
Lloré y lloré. Pasé semanas llorando de nuevo casi cada día. Mis jornadas laborales se hicieron cada vez más insoportables. Cada vez me costaba más hablar.
Puedo escribir. Escribir es fácil. Tengo mucha práctica. Durante muchos años fue mi principal modo de comunicación. Así me comunicaba con la gente. Hablar era horrible. No sabía por qué. ¿Acaso no era igual para todos? No, la verdad es que no.
El nudo en la garganta. Ese entumecimiento. El nudo en la boca del estómago. La angustia. Los titubeos y el tartamudeo. Tener que hablar en alemán no lo hacía más fácil. Me sentía idiota. Ahora ni siquiera podía escribir.
Me despidieron. Una mañana, de sopetón.
— Aquí está tu carta de despido —vino detrás del “Buenos días”.
Fue una mezcla de indignación que expresar y de gozo que ocultar. Ahora estaba “freigestellt”. Yo no sabía qué era aquello. Pregunté.
— Eso significa que ya no tienes que trabajar más.
Yo estaba confuso.
— Entonces… ¿me estás diciendo que ya no tengo que trabajar pero que me vais a seguir pagando todavía durante tres meses?
— Eso es.
— Pero eso es injusto. ¡Quiero renunciar a ese dinero! —dije deseando que rechazaran mi renuncia.
— Es así por ley y no es algo que vayamos a discutir ahora.
Me sentí abrumado y sobrepasado. Empecé a llorar. Por lo menos tendría tiempo para encontrar otra cosa, tal vez algo mejor, algo que encajara mejor conmigo. Tal vez tiempo para seguir recuperándome un poco más y encontrar algo que no fuera un puro suplicio cada día. ¿Pero qué?
Y aquí estoy, bebiendo té, comiendo trocitos de zanahoria y escribiendo miles de palabras, una detrás de otra. Mirando el monitor y aporreando el teclado. Escribiendo un blog, que es como un libro en el que el personaje es de carne y hueso y la historia es de verdad y todo se funde entre lo digital y lo real, a caballo entre dos mundos.
Me quedan cien palabras para terminar este churro. Tal vez haga otro después. Tal vez así pueda dormir por la noche sin despertarme de madrugada escribiendo palabras en mi interior. Soy un tipo raro, ¿pero no lo somos todos acaso?
Setenta palabras ahora. Tal vez se esté acabando el chorro por hoy. Tal vez tenga un rato para revisar el blog, y cambiar un tipo de letra, y ajustar alguna cosa. O tal vez sea el momento de seguir escribiendo..
Treinta palabras ahora. Me recuerda a cuando escribía las páginas matutinas. Mil palabras de cuota que cumplir. Al fin y al cabo, un compromiso conmigo mismo. Y el compromiso se acaba cuando las palabras han sido escritas.
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