Hoy traigo una de esas columnas raras que me gustan a mí en la que mezclo algunas cosas que, aparentemente, no tienen ninguna conexión pero que, en una mentalidad en la que todo está conectado con todo, sí que la tiene. Se trata de una metáfora de corte informático que nos puede resultar de utilidad para comprender mejor e incluso llegar a apreciar el ego y su trabajo. Vamos allá.
Cuando empecé la universidad, allá por 1993, comencé a interesarme por Linux, un sistema operativo de código abierto que se posicionaba como una alternativa libre y gratuita a Windows. Lo probé y me encantó. Me permitía bucear en las entrañas del sistema operativo y aprender acerca de los detalles de su funcionamiento. Ahí donde Windows aparecía como una caja negra de funcionamiento desconocido e inescrutable, en la que las cosas o funcionaban o no lo hacían y era imposible averiguar cómo y por qué, Linux permitía explorar sus entrañas y comprender cómo y por qué las cosas funcionaban o no lo hacían.
Por ejemplo, podía ver, cuando terminaba de escribir un email, dónde y cómo se almacenaba el texto hasta que se enviaba. Cuando se enviaba, podía ver el proceso en el que mi ordenador se conectaba con el otro ordenador, se saludaban, se ponían de acuerdo en los detalles del intercambio y, finalmente, se realizaba la entrega y después la despedida. Podía seguir el proceso en tiempo real a través de los registros del sistema. Poder explorar detalles tan preciosos del funcionamiento interno de un ordenador me resultaba fascinante y aprendí muchísimo durante aquellos años.
Se trataba de los albores de Internet en España. Para conectarse a Internet, los ordenadores debían equiparse con un módem, que debía comprarse por entonces por separado. Se trataba de una caja con luces que se conectaba entre el ordenador y la línea telefónica y que permitía que la computadora se conectara a La Red para intercambiar información, en el mejor de los casos y con viento favorable, a una velocidad de unos pocos Kilobits por segundo.
Como universitario incipiente, comprar un módem era para mí una inversión importante. Tenía que ahorrar durante algunos meses para poder reunir el dinero suficiente. Recuerdo esperar con deseo e impaciencia para ello.
En un cierto punto, surgió un tipo de módem de pronto mucho más asequible. Costaban la quinta parte, lo que resultaba sorprendente, y rápidamente proliferaron en el mercado. Podría haber hecho un pequeño esfuerzo y haberme comprado uno de aquellos prácticamente inmediatamente. Sin embargo, aquellos nuevos módems tenían una pega importante para mí.
En los círculos linuxeros los llamaban “Winmódems”, pues sólo funcionaban en Windows. Venían con unos controladores (drivers) propietarios (no libres) que debían ser instalados previamente a su funcionamiento. Estos controladores solamente estaban disponibles para Windows. Por tanto, los Winmódems sólo funcionaban en este sistema operativo. Como usuario de Linux, si quería conectarme a Internet, tenía que invertir en un módem convencional. Eso me fastidió mucho.
¿Cómo era esto así? ¿Por qué funcionaban los Winmódems de esta manera?
Para hacer los módems más accesibles al gran público, algunos fabricantes habían optado por reducir su precio retirando algunos circuitos de la placa del módem y simulando las funciones de los mismos mediante software. Las operaciones que antes se realizaban mediante hardware, ahora se realizaban mediante software. En los Winmódems, parte del hardware era simulado por el procesador del ordenador.
Esta estrategia permitió la popularización del acceso a Internet desde casa, pues los módems resultaban de pronto mucho más asequibles a costa de un pequeño aumento de la carga del procesador del ordenador, que en muchos casos pasaba desapercibido.
Ahora, ¿qué tiene esto que ver con los seres humanos y con su ego?
El ego es una identidad que surge del dolor, y en particular del dolor entumecido. Su propósito es protegernos de experimentar el dolor proveniente del daño que, de alguna manera, nos hemos causado. Esta protección tiene utilidad, y sirve para ofrecernos opciones más allá de la de dolernos. Sin embargo, también tiene sus desventajas.
Cuando algo nos duele y lo hace de manera constante y la reparación del daño subyacente está más allá de las posibilidades de nuestros recursos disponibles actuales, una posible estrategia funcional consiste en entumecer la parte dañada del ser de modo que se reduzca el dolor. La desventaja de esta estrategia es que la parte dañada queda “fuera de línea”, queda indispuesta, queda “congelada”. Eso significa que el sistema debe aprender a funcionar sin ella. Una alternativa a esto es aprender a “simular” el funcionamiento natural de la parte dañada. Es decir: lo que antes se hacía mediante “hardware”, ahora se hace mediante “software”. Se simula.
Lo que antes se sentía, ahora se simula.
La principal desventaja de esta estrategia es que una parte de la conciencia y de los recursos conscientes debe ser empleada para el aprendizaje y la implementación de las funcionalidades a simular, lo que, en casos extremos, puede llevar a que la mayor parte de la conciencia esté ocupada en trabajar simulando las funcionalidades que han quedado indispuestas.
Por ejemplo: si vivimos una experiencia traumática en una parte de nosotros que nos causa un gran dolor, podemos inconscientemente “desconectar” esa parte de nosotros mismos para dejar de sentir ese dolor y aprender a “simular” el funcionamiento de esa parte de nosotros. La finalidad de esa simulación puede ser, por ejemplo, reducir el rechazo social y aumentar las probabilidades de ser aceptado. En fin, cada uno puede encontrar un ejemplo representativo de esta metáfora en su propia experiencia.
¿Interesante? ¿Comentarios? ¿Enmiendas? ¿Sugerencias a la metáfora? ¿Posibles expansiones?

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