Todo el oro del mundo

Debía de ser pre-covid porque el vagón del metro estaba abarrotado. Tampoco abarrotado, pero sí muy lleno de gente. Me pregunto adónde iba. Pensaba que iba al trabajo, pero mirando a través de las ventanillas del vagón en mi recuerdo puedo ver la luz de la superficie. En fin, da igual adónde fuera.

Iba de pie. Hacía calor, pero más por el abrigo que llevaba puesto que por la temperatura del día. Oía el sonido del vagón traqueteando en su recorrido.

Salí de mis pensamientos para inspeccionar el interior del vagón, tal vez en uno de esos ejercicios que hago para mantenerme presente, para aprender a estarlo más; para, en lugar de sacar el móvil del bolsillo y alejarme rápida y eficazmente de mí y de mi dolor y mi malestar durante unos minutos, permanecer conmigo en el interior de aquel vagón de tren, sintiendo mi incomodidad rodeado de todas aquellas personas que me recordaban cómo me sentía.

Dejé vagar mi vista por el interior de la estancia poniendo atención a detalles que normalmente me pasan desapercibidos. Por ejemplo, ¿qué llevan puestas las personas en el interior del vagón? ¿Cómo es su vestimenta? ¿Van más o menos abrigados que yo? ¿Qué más me llama la atención? Despertando mi curiosidad acerca de lo que ocurría en aquel metálico y traqueteante recinto metálico en dirección a algún lugar.

Entonces reparé en un hombre relativamente joven. Por sus facciones, me di cuenta rápidamente de que tenía síndrome de Down.

Rápidamente muchas cosas se revolvieron en mi interior.

Recordé las primeras veces en que me encontré con personas con síndrome de Down en mi adolescencia. Recuerdo haberme burlado de ellos. Pasaron algunos años hasta que llegué a un cierto punto de respeto y tuvieron que pasar todavía muchos más hasta llegar a un punto mucho más allá: a un punto de apreciación.

Creo que todos tenemos nuestro lugar aquí, y creo que todos somos importantes. También creo que, cada uno a su manera, es un héroe o heroína.

Ahora, yo soy una persona con mucho cerebro y poco corazón. A lo largo de los lustros, aprendí a refugiarme en mi cabeza del insoportable dolor acumulado en mi cuerpo. En mi cabeza era invencible. En mi cabeza era inmortal. En mi cabeza nadie podía hacerme daño.

En mi cabeza era difícil vivir una vida, al menos una vida digna de ser vivida. De ahí que tuviera que empezar a salir de allí, cada vez más a menudo, aprendiendo a gestionar el dolor que aquella nueva dirección implicaba. Salir de mi cabeza para ocupar el resto de mi cuerpo era tan doloroso como insoportable. En mi cuerpo, era humano. En mi cuerpo era vulnerable. En mi cuerpo se me podía hacer daño y en mi cuerpo se me podía matar.

Aquella persona con síndrome de Down era, de alguna manera, lo contrario: una persona con poco cerebro y mucho corazón. Tal vez estaba ahí para enseñarme algo importante, para enseñarme cómo se hacía.

El tren empezó a decelerar, primero muy lentamente. Debíamos de estar ya cerca de la siguiente parada. Aquel hombre con síndrome de Down se giró sobre sí mismo para prepararse para salir y pude ver, en letras blancas en su espalda sobre su camiseta negra:

“Ich bin mehr Wert als das ganze Gold der Welt”

Es difícil amar a alguien tan lleno de dolor como yo. Aunque llevo años aprendiendo a hacerlo, todavía me cuesta mucho. Es un proceso doloroso y es un proceso difícil. Sigo aprendiendo a amarme, y aprecio las lecciones de quien puede enseñarme.

“Yo valgo más que todo el oro del mundo”, decía la camiseta.

“Sí señor”, pensé. “Eso es”.

Tal vez no para alguien más, pero sí para mí.

Yo valgo más que todo el oro del mundo.

Aprehendido. Gracias, maestro.

Ahora a practicar.

Tal vez encaje bien en la columna de hoy esta hilera de árboles en distintos colores, cada uno a la suya pero haciendo bosque juntos.

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