Mi padre era aficionado a los Rolling Stones. Juntos escuchamos muchos de sus discos, con el volumen a toda máquina. Uno de estos discos se titulaba “Aftermath”. No recuerdo qué canciones contenía, pero sí que recuerdo que yo era muy pequeño y, aunque ya sabía algo de inglés, quedé confuso al leer el título escrito sobre la cartulina en grandes letras.
—Papá, ¿qué significa “Aftermath”? —le pregunté.
—Es el momento inmediatamente después de que suceda algo, generalmente devastador.
Ese momento de confusión, de shock.
Ese momento de silencio en nuestro interior, de profundo silencio, y ese moverse extrañamente en ese profundo y espeso silencio.
Mi padre murió hace una semana larga. Es por eso que, la semana pasada, no publiqué nada. Estuve de vuelta en España, de vuelta en Valencia. De vuelta en ese profundo y espeso silencio.
El viernes por la tarde noche moría mi padre. El sábado por la mañana cogía un avión. El domingo hacíamos el velatorio. El lunes hacíamos la incineración.
El resto de la semana la pasamos en su casa, en estado de shock. No sólo había muerto mi padre; habían muerto mis padres. Con el fallecimiento de mi padre se cerraba la época en la que vivieron mis progenitores. Ahora, mi hermana y yo, estábamos solos.
Volver a su casa fue devastador.
Los coches que mi padre nunca más conduciría. La cocina en la que nunca más resolvería sudokus mientras escuchaba música. La piscina en la que nunca más se bañaría. La cama en la que nunca más dormiría.
Nunca más.
Repitiendo una y otra vez las palabras, atravesando lentamente y penosamente esa espesa sensación de incredulidad.
Nunca más volveríamos a verle.
Todavía lloro mientras lo pienso.
Toda mi vida estuvo ahí. Parecía imposible que pudiera morirse.
Mi padre viviría para siempre. Podía bromear con su propia muerte pero se trataba de eso, de bromas de mi padre. Mi padre tenía que vivir para siempre.
Siempre había estado ahí.
Estas barreras en forma de creencia se rompieron como el cristal, como el jabón de una pompa, dejando al descubierto una dolorosa verdad: mi padre era tan sólo un hombre. Murió como todos los demás. Murió como yo, también, un día moriré.
La muerte de mi padre me ha hecho reconciliarme, de manera todavía más profunda, con mi propia muerte; con esa verdad también profunda recubierta de cristalinas creencias, de pompas de jabón circenses, unas dentro de otras.
Yo también moriré. Aunque parezca imposible, también lo haré. Eso también ocurrirá.
Eso me ha hecho replantearme algunas cosas, todavía de manera más profunda. ¿Qué quiero hacer con mi vida? ¿Cómo hago que esto valga la pena?
Durante estos días tuve la oportunidad de recibir el aprecio y el afecto de quienes compartieron sus vidas con él, sentir el cariño de quienes les conocieron y el dolor que les provocó su pérdida, lo cual me ha permitido apreciar nuevas dimensiones de mi padre desconocidas para mí hasta entonces.
Caminando por su casa, mi casa, incrédulo, mirando las paredes con la mirada perdida, intentando encontrarle allí.
Pero ya no estaba. Aquella casa se había tornado en un simple cascarón vacío, desprovisto de vida. Sólo eran paredes y un techo. No era más ni siquiera conteniendo todos sus objetos personales.
Faltaba su espíritu. Faltaba su presencia. Faltaba ese algo que irradiaba y que llenaba aquel espacio. Podía sentir aquel vacío y el amor que me envolvía y penetraba al llegar allí. Sin él, aquella casa ya no era su casa, ya no era mi casa. Era, simplemente… una casa.
Sentí profundamente aquel vacío que mi padre dejaba, el vacío en mi interior. Normalmente lleno de su amor y ahora vacío. Sintiendo la ausencia de su amor en mí, de ese amor que siempre estuvo ahí y del que por eso nunca me di cuenta, pude darme cuenta de lo mucho que me había querido.
Fue horrible estar allí, en aquel vacío, en el epicentro de aquella catástrofe natural, moviéndome de nuevo lentamente, cual astronauta en el espacio, lenta y pesadamente. Caminando entre los escombros. Dándome cuenta de lo que había perdido, de lo que siempre había estado ahí. Del agradable y reconfortante calor de aquel sol que, esta vez y para siempre, se había extinguido.
El ataúd comenzó a descender con el siseo de un mecanismo.
Un momento después se perdió por debajo del cristal. Mientras lo hizo, comenzaron a sonar los primeros acordes del “Going home”, de los Rolling Stones.
Recordé una noche, escuchando discos, amándonos profundamente.
—Cuando me muera, quiero que en el entierro pongáis esta canción.
—¿Cómo se llama?
—Going home.
—No me gusta.
Miré la funda del vinilo mientras sonaban las guitarras estridentes de fondo.
—Papá, esta canción dura diez minutos.
—Sí, jijiji… —dijo entre risas—-. ¡Que se jodan!
Allí estábamos, jodidos, muchos años más tarde por fin. Aquel día que parecía que nunca llegaría, había llegado.
Mick Jagger cantaba “I’m going home” mientras el ataúd se deslizaba a través de alguna portezuela oculta en dirección a un horno funerario en alguna parte. Yo, junto a mi hermana, lloraba por enésima vez.
Nunca más.
Nunca más volvería a verle. Nunca más volvería a escuchar su voz. Nunca más volvería a sentir su presencia.
Sigo llorando mientras lo escribo.
Adiós papá.
Gracias.
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