La vuelta en avión

Estoy en lo alto de una escalera en la galería junto a la cocina en casa de mi hermana. En mi mano derecha sostengo un taladro. Estoy taladrando. Estoy taladrando el puto marco de aluminio de la ventana. Hoy es el último día de mi estancia en Valencia, y esto debe de ser el fin de fiesta.

Cuelgo el estor. Lo bajo y lo vuelvo a subir. Joder, funciona. Bajo de la escalera. Queda otro.

Ayer estuvimos en IKEA. Fue la visita más corta que he hecho en mi vida a un IKEA. Dos estores. Desembalo el segundo, tomo los soportes y vuelvo a subir a la escalera.

Antes de eso, qué gran idea del fabricante de muebles: una larga cartulina representa el estor sobre la superficie que lo soporta. En los extremos de la alargada cartulina, cuatro agujeritos. Meto la punta del rotulador en el agujerito y marco el punto en el que taladraré después.

Es un marco de aluminio. Esto requiere algunos ajustes con respecto al proceso de taladrar una pared: primero, necesitas brocas para metal. Segundo, tienes que hacer un pequeño agujerito primero sobre la superficie de manera que, cuando taladres, la broca se quede en su sitio en lugar de resbalar. Me lo enseñó el primer agujero que hice.

Taladro. El cacharro hace un ruido enorme. La broca gira y gira sin terminar de perforar. Finalmente, la broca se queda fija y la presa del taladro resbala sobre la misma: estamos a punto de perforar el metal. Aflojo el gatillo y la broca se hunde. Eso me lo enseñaron los otros agujeros.

Los tornillos de los estores antiguos no querían salir. Estaban petrificados y oxidados tras unos veinte años en ese lugar. El destornillador de cabezas intercambiables de plástico barato que me ha proporcionado mi hermana no da la talla. La cabeza de cruz pequeña se ha redondeado del esfuerzo. Bajo a la ferretería.

Allí me proponen un juego de destornilladores. Parecen de calidad. “Made in Germany”, pone en la caja. Al bote.

—Y un extractor de tornillos.

Cuando los tornillos no salen, cuando la cruceta ha cedido y ya no hay manera de extraer la pieza, es entonces cuando se utiliza el extractor de tornillos. Alguien me lo enseñó en un vídeo de YouTube. Es como una broca bestia que entra en el tornillo, lo aprisiona desde el interior y lo extrae. El extractor de tornillos.

El asunto me cuesta casi cuarenta euros, pero así dejo a mi hermana con herramientas de calidad. Como mínimo, la próxima vez que tenga que hacer bricolaje en su casa, tendré buenas herramientas a mano.

Mientras tanto, mi hermana monta el punching ball que le regalé al Coqui.

Coqui tiene mucha energía. Cuando baja del autobús y llega a casa, aúlla y se golpea el pecho como si fuera King Kong.

—Mira, un punching ball —dijo mi hermana recorriendo pasillos por el Carrefour—, eso le iría bien al Coqui.

Al saco.

Por cierto, creía que se decía puching ball, pero punching ball tiene más sentido.

Le había comprado unos cochecitos para montar. Llevan un panel solar y pueden moverse con la energía del sol. Me pareció una buena manera de iniciarle en las energías renovables. El punching ball para su cumpleaños y los cochecitos solares para navidad. Así puede iniciarse en las energía renovables y zurrarle a la pera y desfogarse. Esto último es más urgente.

Celebramos su cumpleaños. De vuelta a casa, le pregunté qué regalo era el que más le había gustado.

—El punching ball —me dijo.

Joder, qué bien.

Unos días antes, estamos viendo por fin “Godzilla contra Kong”. Llevo oyendo de esa película desde el verano. Hoy ha llegado el gran día. Joder, casi dos horas de película.

—Tengo la película en francés —me dice su padre—, ¿quieres que te ponga los subtítulos?

—Deja, no creo que el argumento sea tan complicado.

Pero joder…

Al parecer la Tierra está hueca. En ese hueco interior, prosperan los titanes. Los titanes parecen ser criaturas de corte entre fantástico y dinosáurico. Se van encontrando entre sí y se van aniquilando. En la cúspide alimenticia, los titanes alfa, de los cuales Godzilla y Kong son los últimos representantes. Ahora se encuentran entre sí, y están muy cabreados. Su mera presencia les saca de quicio.

Los efectos especiales son espectaculares. Godzilla y Kong se zurran la marimorena. Mi sobrino salta sobre el sofá. Yo voy comprendiendo.

Cuando la película termina, no os voy a destripar el final, Coqui me lleva a su habitación para mostrarme lo que parece el muro de la exaltación de Godzilla. Sabía que el enorme lagarto, 119 metros de altura, era su titán favorito, pero no esperaba aquello.

La pared está empapelada de arriba a abajo de dibujos de Godzilla hechos por él. Aquí Godzilla echando el rayo azul, aquí Godzilla subido a un edificio, aquí Godzilla cabreado, aquí Godzilla dándole una tunda a Kong.

—Para dormirme, a veces me quedo mirándolos… —me dice mi sobrino como quien se refiere a las fotos de su amada.

Joder, admira dibujos de un lagarto gigante y furibundo para dormirse; qué hará para excitarse.

Así que el punching ball es su regalo favorito.

Mi hermana termina de montarlo. Llena la base de agua en lugar de arena porque me niego a bajar a la calle por tercera vez en dos horas para acercarme al chino a comprar un saco de arena. ¿Venden siquiera los chinos sacos de arena?

Los chinos venden de todo. Ahora estamos en el gran bazar chino del polígono industrial de la Fuente del Jarro, junto a Paterna. Me siento como cuando entro en el Mediamarkt.

Compramos un rollo de plástico de bolas y un spray de pintura metalizada. Una hora más tarde, estoy pintando un mueblecito metálico que vio mejores días. Con la mascarilla puesta y echando de menos unas gafas de plástico, me esmero en extender la pintura uniformemente.

Mi hermana tiene un libro en el baño. Es de Seth Godin. Se titula “¡Hazlo!”. El subtítulo reza: “¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez?”.

Agito el bote de spray y suena ese sonido de bola de plástico rebotando contra el metálico interior. Hoy. Hoy fue la última vez que hice algo por primera vez.

Y cambié un grifo de cocina. Y una llave de cisterna. Y puse unos estores. Y empalmé un trozo de tubo del aire acondicionado.

Estoy en el avión. Vamos a despegar. Hace ya rato que nos pidieron que pusiéramos los móviles en modo avión. Delante y a mi izquierda veo a un tipo pasar las fotos de Instagram.

A esta le da un like. A esta unos aplausos. Esta simplemente la pasa.

Puedo ver, en la esquina superior derecha, que sigue enchufado a la red de telefonía móvil. Esperaría más, a ver si se anima a poner el modo avión, pero el aparato está entrando ya en la pista de despegue.

Los móviles interfieren en los sistemas de navegación del avión. Sé poco más de eso, pero si nos estrelláramos por este motivo y yo no le hubiera dicho nada, volvería de ultratuma para matarme a mí mismo de nuevo.

Alargo la mano entre los asientos y le doy unas palmaditas en el hombro. El tipo se revuelve sobresaltado.

—¿Puedes poner el modo avión, por favor? —le digo.

—Sí —responde, y se apura a hacerlo.

Otra de esas cosas que hago por primera vez. Y joder; qué gusto.

El avión despega y abro el portátil sobre las piernas. Es una postura entre cómoda e incómoda, pero he intentado conciliar el sueño y aquí, entre la ventanilla y dos pasajeros más, escribir una columna extralarga es lo más interesante que se me ocurre hacer para la próxima hora y media.

Hago una pausa para comerme la chocolatina y beber un poco de agua y seguimos.

Volamos sobre el Mediterráneo y pronto llegaremos a Francia. Por la ventanilla veo una luz parpadeante. Me estoy achicharrando.

Llevo unos pantalones gruesos y dos pares de calcetines. En camiseta, me estoy asando. Doy un trago de la botella de agua.

El avión va atestado. Alguien se ha tirado un pedo. Yo llevo aguantándome uno gordo desde la larga cola de la puerta de embarque y ahora, a miles de metros sobre el nivel del mar, ese pedo se ha expandido y me aprieta las tripas.

Me pondría con el libro de “El Big Crunch: the book”. Tengo los aproximadamente treinta capítulos en un fichero de texto. Tendría que leerlo desde el principio, corregirlo y enriquecerlo, pero me quedé en la lectura por el capítulo doce y quiero dejar algo de tiempo para, con un poco de distancia, comenzar la lectura correctora y enriquecedora desde el principio. Así que, la mejor opción, consiste en seguir escribiendo durante el vuelo. Eso me mantendrá entretenido.

Llevo ya más de mil cuatrocientas palabras. Esta será una columna muy larga. La primera parte quedó muy bien, muy redonda, escrita del tirón y con mucho gusto. Podría dejarme la última media hora de vuelo para releerla con atención y dejarla lista para publicarla, tal vez en el tren. De vuelta en Múnich, me quedan dos trenes y un tranvía hasta casa. Hoy, por suerte, hace calor, unos siete grados, así que el paseo desde la parada del tranvía hasta casa será relativamente agradable. Ni siquiera tendré que pisar nieve.

Diez días lejos de Luqui. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo. Le echo de menos. A Daniela también, claro. Cuando llegue, me haré el test rápido que compré en la farmacia. Quince minutos después, resultado negativo mediante, podremos abrazarnos y besarnos.

He estado solamente en familia estos días pero comiendo fuera cada día. Sentados aquí y allá, con las mesas repletas de comensales, comiendo y bebiendo sin mascarillas. Quién sabe. Y ahora la nueva variante. Me pregunto cuándo se acabará todo esto.

Manuel dejó un comentario. Dice que va a ver la serie de la Fórmula Uno. En el aeropuerto me tragué otro episodio. Se me quedaron los gigas de la tarifa temblando. Iba de Pierre Gasly reivindicando su sitio en Red Bull con su victoria en Monza. Es la primera vez que veo la Fórmula Uno desde esa perspectiva tan íntima y personal.

Regreso a casa, diez días después. Las lágrimas que dejé por el camino me ablandaron un poco más los músculos tensionados. El nudo en la parte alta de mi pecho se deshizo un poco más. Los hombros se destorcieron a su vez otro poco. Treinta años después, vuelvo a sentir el interior de mi pecho. Es, ciertamente, algo difícil de digerir. Por un lado, la alegría y el alivio de poder vivir de esta manera de ahora en adelante; por el otro, la tristeza de haber vivido los últimos treinta años del modo en que lo hice.

Mil ochocientas palabras y se me están acabando las ganas de seguir escribiendo. Tal vez esté llegando a terreno demasiado personal. Tal vez sea el momento de detenerme aquí, releer desde el principio, cerrar el ordenador y quedarme un rato conmigo mismo.

En buena compañía.

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