La esterilla santa

Buf, ocho y cuarto: hoy se me han pegado las sábanas. Me levanto, extiendo la esterilla azul y me hago unos saludos al sol. Un rato después, se levanta mi hermana. En marcha.

Tras la tormenta nocturna, el sol vuelve a lucir en Valencia contra ese cielo azul que se extiende por todas partes. Abro el MacBook sobre la mesa del comedor en ese lugar que encontré ayer.

De vuelta en la que fue la casa de mis padres, buf, poco tardo en echarme a llorar. Creía haberme despedido ya de aquel lugar, pero allí estoy de nuevo, como si fuera una sopresa. Y pronto me doy cuenta de que, seguramente, esta sí sea la última vez que vuelvo a pisar aquel lugar. Lleno de momentos y vivencias en cada rincón, rompo a llorar.

Lloro mientras recorro la casa, y termino sosteniendo la puerta de la cocina, golpeando el canto suavemente con la cabeza, dando pequeños golpecitos, tal vez intentando detener algún pensamiento es esta parte de mí. Me sueno la nariz con estruendo.

Lloro y lloro, desde lo más profundo de mí. Lloro atravesando capas y capas en mi interior. Cuando termino, me siento mucho mejor. Noto que todavía queda por llorar, pero eso será en otro momento.

Recorro la casa buscando las últimas cosas que queramos llevarnos, y tomo una de las dos esterillas, la azul; la segunda de la serie “yoga forever”.

En un rincón queda la otra esterilla, con la que empecé este camino que me llevó a practicar una sesión de yoga prácticamente cada día durante unos seis años. Eso hace unas dos mil sesiones de yoga, del tirón. Se dice muy pronto, pero ponlas una al lado de la otra.

Unas mil quinientas de esas sesiones fueron a parar a la esterilla amarilla, la que llamo “la esterilla santa”.

Parece la sábana santa de Jesucristo, con el contorno del cuerpo integrado en el mismo material del que la tela está hecha. Una sombra cochambrosa se extiende sobre su superficie.

En la esterilla santa, es una mezcla de restos humanos y mugre. Quiero pensar que más de lo primero, pero hablamos igualmente de lo segundo, al fin y al cabo. Restos de mí mismo dejados sobre aquella esterilla a lo largo de mil quinientas sesiones de yoga. Daniela apartaba la vista del asco ante el mero contacto visual, pero yo amo esa esterilla sobre la que empecé a regresar a la vida hace ya siete años y medio.

Huele, y la goma de la que está hecha está ya ligeramente endurecida, pero para mí significa vida y salud. Reconozco que con un cierto asco también, me tumbé muy a gusto sobre ella las últimas veces. Extendiéndola sobre el suelo, puedo ver mi propia sombra sobre su superficie, las virutas de mí mismo que dejé mientras ganaba terreno al entumecimiento, día a día, como se le gana terreno al mar. La esterilla santa.

La esterilla santa se quedará atrás con esta casa, tal vez hoy vaya al contenedor de basuras, pero la vida que sobre su superficie recuperé, esa viene conmigo.

Larga vida a la esterilla santa.

Comentarios

Deja una respuesta