Hoy me tocan de nuevo las mil palabras, y así voy cogiendo algo de carrerilla y me acostumbro a escribir algo cada día. Es algo que me resulta fácil, pero hace tiempo que no escribo y, como cada costumbre que quiero implementar, precisa de práctica. Así, a practicar hoy una vez más. ¿Y qué puedo contar? Algo de bueno había de tener el haber ido esta mañana al Hautartz.
Para quién no comprenda el término, decir que se trata de un palabro alemán. Está compuesto, como muchos otros palabros alemanes, de dos elementos: Haut, que significa piel, y Artzt, que significa médico. Así, tenemos médico de la piel. En fin, un par de conceptos juntos en nuestras mentes hacen como fuegos artificiales entre sí. Curioso lo que ocurre cuando se juntan un par de neuronas.
Me encaminé hacia el lugar, sito en la Max Weber Platz. Ese es un nombre muy molón para una plaza. Me encantan algunos nombres de lugares en alemán. Me encanta verlos en esas placas azul oscuro, con sus letras blancas e historiadas. Estas pequeñas placas son como breves obras de arte.
Maskenplifcht:
Maske = máscara, Pflicht = obligación —> Obligación de máscara.
De nuevo, el alemán es fascinante. A veces las palabras son tan largas que ocupan toda una línea.
Miro el contador de palabras, pues quisiera ajustar esto al formato de las páginas matutinas y dejarlo en torno a mil. No se trata de putearme con esto; se trata de ser justo y ponérmelo fácil para que sea sostenible.
Subo las escaleras y pulso el timbre. El timbre suena brevemente y a su vez hace un sonido tal que si se abriera el cerrojo de la puerta. Al cabo de un par de segundos, el sonido cesa. La puerta no se abre. Nadie viene a abrir.
Recuerdo una pequeña pegatina junto al timbre en la calle. Algo así como “Cuando usted pulsa el timbre, la puerta se abre; usted sólo empuje”, pero todo escrito con palabras compuestas y compactadas. Yo creía que se trataba solamente del timbre de la calle, y permanezco dubitativo frente a la puerta. ¿Llamo otra vez? Eso resultaría molesto.
Decido tomar una respiración profunda y contar hasta cinco. Vuelvo a pulsar el timbre tras un momento de relajada tensión y empujo la puerta, que se abre. Al otro lado, un mostrador y una mujer de mediana edad con su máscara y sus gafas. ¿Por qué no dijo nada? Sólo tenía que haberme dado una voz:
— ¡Dele otra vez y empuje!
Total, que entro ya a contrapié.
Es pronto por la mañana. Estoy en el médico de la piel. Podría decir “Oh, esto tiene muy mal aspecto; le quedan tres semanas de vida”. Estoy nervioso por lo que podría pasar. Estoy nervioso porque estoy de nuevo en una situación social, que odio, porque me siento nervioso y extraño y tengo muy poca práctica y temo no saber responder adecuadamente.
— ¿Ha traído usted algo para escribir? —pregunta la mujer extendiéndome el formulario de registro.
Oh, Dios mío. Estamos en pleno coronavirus y yo salgo de casa sin un bolígrafo para escribir. Y mira que lo sabía. Ahora tendré que tocar ese boli lleno de virus, o tal vez tengo yo el virus asintomáticamente y voy a tocar el boli y voy a contagiar a toda la clínica. Saldré en los periódicos:
“Español descuidado contagia a 70 personas en una clínica de la piel”
— ¿Puedo ir al cuarto de baño? Quisiera lavarme las manos —le pregunto a la mujer mientras atiende a una nueva persona que acaba de llegar.
— Claro; por aquí a la izquierda.
Voy por ahí a la izquierda. Veo lo que parece un laboratorio y algunas salas de consulta. No veo nada parecido a un baño.
— Oiga, no lo encuentro.
— Por ahí a la izquierda —insiste la mujer.
Me pregunto cómo voy a encontrarlo con las mismas instrucciones. Regreso al laboratorio. Hay algunos frascos encima de una mesa; tal vez haya desinfectante en alguno de ellos.
— Oiga… —camino de vuelta.
La señora se ha levantado y me ataja:
— ¡Aquí, esta puerta! —dice airada.
Me vuelvo para encontrar una puerta blanca con las letras “WC”. Si hubiera sido un camión me hubiera atropellado. Entro en el baño nervioso, alterado, sintiéndome un desastre despistado. Vaya manera de empezar. Pero bueno, lo importante es que me doy cuenta, y todavía más importante es que, por fin y de una puñetera vez, he ido al Hautarzt.
La mujer me guía a la consulta. Me deja sentado en una silla. Unos minutos más tarde viene la doctora.
— Muy bien, quíteselo todo menos la máscara y los calzoncillos y póngase sobre este papel en el suelo —me dice tras unos breves compases.
Y ahí estoy yo, de pie sobre un papel en el suelo, en calzoncillos y máscara. La mujer me recorre el cuerpo con una lupa en esteroides investigando pecas y manchas sospechosas.
— No se asuste —dice, y me tira del calzoncillo hacia abajo.
— No se asuste usted tampoco.
La mujer se ríe. Hay buen rollo. Yo estoy nervioso pero ya lo he mencionado: es la primera vez que estoy en un Hautarzt en máscara y calzoncillos. Ella lo comprende. Nos reímos. Le digo que no es justo que yo esté en calzoncillos y ella vestida. Me dice que se lo pensará, que tal vez en verano. La cosa resulta divertida, respetuosa, llevadera. Siento que cuido y aprecio a la persona que tengo delante.
Me despido. Todo está bien. De las dos cosas que me preocupaban, una es una cicatriz y la otra son cosas de la edad. La mujer da algunos rodeos. Yo los atajo:
— Vamos, que soy viejo oficialmente hablando.
— Eso es.
Ok. Salgo con mi máscara por la puerta. Eso lo podría haber dicho Batman, pero soy yo en tiempos de coronavirus.
Y ya está, con esto ya he cumplido mis mil palabras de hoy. Breve, ligero, educativo y llevadero.
Un momento, todavía me quedan un par de palabras por escribir. Una más.
Listo.
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