Geboosted

El termómetro marca ocho grados bajo cero. Esto es un récord en lo que llevamos de descenso a los infiernos blancos tras la caída del verano. La ranita dice que desde hoy, en virtud de negros chubascos, suben las temperaturas de nuevo.

Esta mañana se han marchado los vecinos a pasar la navidad a su país de origen, Serbia. Lo sé porque, desde las seis y media de la mañana, han estado bajando y subiendo las crujientes escaleras de madera, supongo que cargando el coche. Los Ohropaxis, debido al volteo nocturno, estaban medio fuera, y me he despertado con el concierto de madera en C. También me he dado cuenta de que puedo sentir el movimiento de la cama que, de algún modo, está conectado con los escalones. De todas maneras, las siete de la mañana es buena hora para levantarse, incluso cuando ayer a Luqui le costara dormirse.

Me he levantado, me he sentado sobre la esterilla en el comedor, me he tapado con una manta y he estado meditando durante una media hora hasta que se me han dormido las piernas. Después, siendo que mi familia todavía duerme, he cogido el ordenador, me he marchado a la cocina y me he puesto a escribir la columna de hoy.

Ayer me puse la tercera vacuna. Boostearse, lo llaman aquí. Me pregunto qué se inventarán para la cuarta.

Daniela me reservó cita en un pueblo cercano. Tuve que conducir durante veinte minutos hasta llegar al ayuntamiento, donde han montado lo que llaman un Impfzentrum, un centro de vacunación. Lo tenían bien organizado. Lo único que me llamó la atención fue que, una vez vacunado, tuve que esperar un cuarto de hora por si me daba un jamacuco. Luego, conducción de vuelta.

A cuatro bajo cero, las carreteras me dan muy poca confianza.

Vengo de Valencia, de donde las playas y las palmeras. En mi casa ha helado un par de veces en toda mi vida, eventos extraordinarios que encontramos mi hermana y yo documentados en los álbumes de fotos. Aquí, es cosa de cada año.

Ese aspecto brillante del asfalto… ¿es hielo? Cuando tome esa curva… ¿seguirá el coche por el asfalto o querrá ir recto? En esas condiciones, conduzco lento. Más lento de lo habitual.

A veces me siento muy viejo. Algunas cosas me hacen sentir de esta manera. Por ejemplo, lo lenta y parsimoniosamente que conduzco. Otro ejemplo: mis gafas bifocales.

Por la mañana, y relajado, no veo ni torta. Ahora mismo tengo las gafas sobre la nariz y tengo que levantar la barbilla para poder poner este texto en la parte inferior de mi campo de visión, donde está la zona de la gafa que enfoca de cerca. Pero me he dado cuenta de que, lo que más viejo me hace sentir, por alguna razón curiosa, es sacar las monedas de una en una del monedero.

Siempre he llevado las monedas a cascoporro en el bolsillo derecho. Desde hace algunos meses, he empezado a meterlas en la cartera, en ese pequeño compartimento para las monedas. Cuando voy al supermercado o compro en cualquier otro sitio y hacen falta monedas, saco la cartera, abro el compartimento y empiezo a extraer las moneditas. El otro día volqué el contenido sobre la palma de la mano y se lo acerqué a la cajera. Oiga, que las cuente ella, que es su trabajo. Seguro que así acabamos antes. Me sentí de un abuelo de espanto. Esa es, para mí, la definión pura de la senectud.

Sin embargo, me siento mejor que nunca. Supongo que antes de los 14 años, antes del Big Crunch, me debía de sentir muy bien; pero hoy me siento mejor que en cualquier momento de los últimos treinta años.

A lo largo de la última década, cuando estaba realmente jodido por el Big Crunch, pensaba que así debía de ser tener ochenta años, tal vez incluso noventa, dependiendo del caso y del estado de conservación.

Recuerdo una mañana, cuando me fui a vivir con mi padre, en que vino a recogerme.

Condujo hasta casa y, cuando llegamos, detuvo el coche y salió del mismo para abrir la cancela del garaje. Para mí, a sus 65 años, lo hizo con una agilidad felina, y eso que mi padre estaba físicamente pachucho ya por entonces. Pero salió del vehículo de un salto y caminó hacia la puerta del garaje. Eso hubiera sido un suplicio para mí.

Así que a veces pienso que llevo una vida rara, extraordinaria, con subidas y bajadas, con vueltas y revueltas. Una vida en la que me jubilé a los 33 años y pasé los siguientes 10 viviendo como un jubilado. Pero no como un joven que se hubiera jubilado, sino como un viejo que se hubiera jubilado. Ahora estoy rejuveneciendo y a la búsqueda de un nuevo trabajo, en una extraña vida a lo Benjamin Button.

En fin.

Ayer estuve rebuscando más ofertas de trabajo y encontré un par interesantes como programador.

Me gusta programar. La pega es que tengo muy poca experiencia. He hecho mis ñapas de andar por casa y, profesionalmente, estuve año y medio programando en PHP haciendo modificaciones a un sistema. Pero una cosa es hacer modificaciones a un sistema existente y otra es desarrollar ese mismo sistema.

Muchas de las ofertas de trabajo, si no todas, son de desarrollador. Siento que me quedan muy grandes.

Pero ayer vi una en la que, simplemente, pedían “contactos” con lenguajes de programación, y hasta ponían ejemplos: java, C, python… Caray, contactos de esos sí que he tenido.

A media jornada y en teletrabajo. Caray, eso suena muy bien.

Así que a ver si hoy saco un rato y le compro el regalo a mi hermana y después me miro la oferta con más calma y, si procede, envío la solicitud.

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