Durmiendo en la casa nueva

Es la segunda o tercera noche que dormimos ya en la casa nueva. Las dos camas están montadas, los dos enormes armarios están montados. La mitad de las cajas están ya desembaladas o en el sótano. Hoy es domingo, vamos camino de las once de la noche. Me abro el MacBook sobre la mesa de la cocina, me pongo las gafas de salvar gatos de escayola y me pongo a escribir una columna. Si no lo hago ahora, seguramente ya no lo haga hasta mañana por la noche. ¿Y qué es un gato de escayola? ¿Literalmente un gato de escayola? ¿Del material, escayola? En fin.

Estoy encantado con el MacBook. Se ve de maravilla, se siente de maravilla. Funciona de maravilla. Hoy me he visto la carrera de Fórmula Uno entera y apenas ha bajado la batería un 20%. El famoso chip M1 es una auténtica revolución. Estoy más molesto ahora mismo por la mesa de la cocina, de madera irregular, que hace que baile el ordenador al escribir. Tal vez lo pueda calzar con algo.

No sé ya si es la segunda o la tercera noche que pasamos aquí. Lo que sí que sé es que la ranita del tiempo de Google dice que esta noche va a helar. Hace poco más de una semana me estaba dando un chapuzón en el mar después de tirar las cenizas de mi padre y ahora está helando aquí. Echo de menos el tiempo de Valencia. Y eso que hoy ha salido aquí radiante.

Me gusta este sitio. Me gusta esta casa. Es un concepto extraño.

Lo he visto antes en casa de mi amigo Paquito. Se trata de una casa de varios pisos, y en cada piso vive una familia. En su caso eran tres pisos y tres familias. El jardín se lo repartían entre dos y los del tercer piso tenían una enorme terraza. En nuestro caso, son dos pisos y el jardín nos lo quedamos nosotros.

Vivimos en Stadtbergen, una pequeña población a las afueras de Augsburgo, a las afueras a su vez de Múnich. La familia de Daniela también vive aquí. Estamos a unos diez minutos andando de todos ellos. Eso, como cualquier otra cosa en la vida, tiene sus ventajas y sus desventajas.

La casa, de hecho, es del padre de Daniela. La compró con la idea en mente de renovarla para su vejez, pues es una planta baja sin escaleras, pero al poco nos ofrecieron a nosotros la posibilidad de ocuparla. Dijimos que sí. De esta manera, este verano, mientras estábamos en España, han terminado de renovarla y la acabamos de estrenar, como aquel que dice.

Lo mejor de la casa es que está en un sitio tranquilo y en una calle de “culo de saco”, por donde solamente pasan los vecinos. Lo más sorprendente es que no hay perros, o si los hay son mudos. Acostumbrado a vivir en una urbanización en las afueras de Valencia, estoy acostumbrado a escuchar perros ladrando a todas horas. El silencio que aquí impera se me hace imponente, pero lo abrazo con gusto. También es un hit lo luminoso de la casa: el comedor da al sur y recibe luz desde primera hora del día a última hora de la tarde, lo que hace las delicias de Daniela.

Por lo demás, tiene un enorme sótano dividido en tres secciones, una de ellas para la lavadora y secadora y que es uno de los pocos espacios comunes que compartimos con los vecinos, una pareja de serbios. Él habla alemán, ella no.

El jardín es grande o pequeño, depende de cómo lo mires. Si piensas en jugar a fútbol, es pequeño. Si piensas en su mantenimiento, es grande, grande de cojones. Me veo cortando el césped, plantando calabacines y podando setos, actividades completamente nuevas en mi historia personal, salvo cortar el césped, que de eso me harté en mi adolescencia.

La casa tiene unos 80 metros cuadrados y se divide en dos habitaciones, comedor, cocina y baño. Pequeña pero grande. A mí, que me gusta limpiarla con mis propias manos, me parece que tiene un tamaño muy razonable. Ahora mismo Daniela se está erigiendo como decoradora, así que, o me pongo las pilas, o como me descuide se pondrá la casa a su gusto y a mí me quedará la mesa de la cocina por las noches. De momento se me está durmiendo el culo en esta silla.

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