Aprender a sacar lo que está dentro

Mierda: otra de esas mesas de madera medio desvencijadas que hacen que el portátil baile al escribir, al reposar las manos sobre su chasis. Podría cagarme en la mesa o podría, simplemente, cambiar de sitio; sentarme en un sitio, por ejemplo, en el que la mesa no esté dividida en dos. Tan sencillo como sentarme en esa otra silla. Vamos allá.

Listo. Esquivo la pata y aquí la mesa está firme. A menudo basta con llevar a cabo una pequeña acción para estar mejor. Ojalá la pequeña acción de hoy sea escribir esta columna. Esta pata, me molesta. Girando la mesa un poco en tres, dos, uno…

Ahora sí: todo a mi gusto.

El viaje fue bien. De hecho, fue muy bien.

Me había hecho un plan con un buffer importante. Primera vez viajando desde Stadtbergen hasta el aeropuerto de Múnich, así que la prudencia aconsejaba tomarse las cosas con tiempo.

Se abrieron las puertas del tranvía. Tomé la maleta y la mochila me asomé al exterior. ¿Es esto el centro de Augsburgo? ¿Estoy ya en la estación de trenes?

Pero miré y allí no estaba la estación de trenes ni nada que se le pareciera.

Hace tres años, hace uno, hubiera desconfiado de mis ojos: allí no había una estación de trenes, pero podría estar mirando mal. Tal vez la estación de trenes se materializara de la nada en un momento más. Ese tipo de cosas eran aceptables para mí hace unos años. Vivía poco menos que en la Matrix, literalmente.

Pero esta vez salí al exterior y me quedé allí un momento de pie, con la maleta en una mano y la mochila en el otro, buscando en vano una estación de trenes que, a todas luces, no estaba allí. Si el tranvía partía, tendría que esperar al siguiente. Diez minutos. No pasaría nada, pero… Carajo, allí no había una estación de tren. Me había equivocado.

Hace un par de años, volviendo del trabajo en metro, me equivoqué de línea. Regresando sobre mis pasos, me pasé de estación. Me volví a equivocar al tratar de recuperar la dirección. Los veinte minutos de trayecto se convirtieron en una hora larga. Sí, era una de las primeras veces en que hacía el recorrido, pero había en aquello mucho más que eso.

El tranvía empezó a pitar, diciendo algo así como “viajeros al tren” y, de un salto, me volví a meter en el vagón. Miré la pantalla. Quedaban todavía tres paradas para llegar a la Hauptbahnhof. ¿Cómo diantres me había dado por pensar y creer que aquella era mi parada? ¿De dónde me había sacado aquello?

Hace tres años, hace uno, me hubiera quedado en el andén, perplejo, confuso, con la maleta en una mano y la mochila en la otra, mirando en la distancia, esperando a que, de la nada de la Matrix, se materializara una estación de tren. Después, al no haberlo hecho, me hubiera contado una historia acerca de lo que acababa de pasar y además me la hubiera creído. Más tarde, con una tranquilidad pasmosa, eso sí, sin alterarme lo más mínimo, me hubiera preguntado cómo llegar a mi destino.

Los últimos siete años y medio, los últimos trece años, han sido como emerger lentamente de un largo y pesado sueño surrealista. Llevo mucho caminado. He llegado ya muy lejos. Y me estoy dando cuenta de que estoy llegando al punto en el que empiezo a reconocer ese mismo letargo, ese abotargamiento, en otros. Joder, despertemos. Es como tener un superpoder: el superpoder de estar despierto mientras estoy despierto.

Llegué a la estación central de Augsburgo con media hora de antelación sobre el horario previsto, así que, cuando arribé al andén, estaba ya el tren hacia Múnich que precedía al mío esperando. Me subí.

A medio camino, una mujer y un hombre se enzarzaron a gritos. Él se había quitado la mascarilla para hablar por teléfono, ella se lo había recriminado. Terminaron a gritos y después se calmaron. Cinco minutos después, retomaron el asunto y, tras una escalada verbal, empecé a oír sopapos.

No sé qué me dio, pero me levanté, me giré y di un grito, de pie en el vagón, en su dirección. Temía que el hombre se hubiera liado a leches con la mujer, pero fue al revés: cuando él la llamó “perra”, ella se levantó, se dirigió hacia él y comenzó a atizarle. Un momento más tarde, ella regresó a su asiento. Yo, con el corazón en un puño, hice lo propio. Están muy tensos los ánimos con esto de la pandemia.

Cuando el tren llegó a Pasing, descendí y me fui a buscar el andén del plan. Por el camino encontré un tren que iba al aeropuerto y lo tomé. Resultó que era el que iba en el otro sentido y rodeaba la ciudad por el otro lado, llevándole el trayecto casi una hora en lugar de media. Pero me daba igual: iba con tiempo y me ahorraba la espera en el frío andén.

Llegué al aeropuerto, pasé seguridad y encontré mi puerta y una mesa libre donde me senté, abri el portátil y estuve entreteniéndome la hora larga que tuve que esperar.

En el avión me senté al lado de un hombre de mi edad que venía de arbitrar un mundial de Jiu-jitsu en Dubai. Estuvimos las dos horas largas de vuelo hablando de Jiu-jitsu, de los Emiratos árabes, de hijos, de Valencia y de series y películas. Al llegar, me estaban esperando mi hermana y mi sobrino.

Hoy es lunes, y llueve en Valencia. Nos espera una semana de aúpa.

Vamos allá.

Comentarios

2 respuestas a «Aprender a sacar lo que está dentro»

  1. Avatar de McGlor
    McGlor

    Animo Javier, espero que puedas encontrar algo de descanso y buenos momentos con la familia y amigos.

    1. Avatar de Javier

      Gracias, McGlor. Ese ha sido un comentario muy reconfortante.

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