Anmeldados

Verbo reflexivo. Del infinitivo: anmeldarse. Darse de alta en la ciudad de turno. Ejemplo: “Hoy me he anmeldado”. De hecho, hoy nos hemos anmeldado.

Cualquier persona que llega a Alemania tiene algunos deberes por delante. Algunos de ellos, los completará más tarde de lo que le toque. Un ejemplo de esto es lo que traigo hoy a colación: el anmeldarse. El Anmeldung.

El engendro viene del alemán: sich anmelden. Pues eso: anmeldarse. No confundir con almendrarse, que es hacerse almendrado.

El caso es que hoy, por fin, nos hemos anmeldado.

Me he tenido que anmeldar varias veces en mi vida ya. Primero en Regensburg (Regensperry), luego en Múnich. Ahora en Stadtbergen. Ha sido la primera vez en que lo logro dentro del plazo oficial estipulado: 14 días. A ver quién es el guapo que llega a Alemania con una mano delante, la otra detrás y, de entre el mogollón de cosas que le caen de pronto, consigue enterarse de que hay una que es anmeldarse y consigue hacerlo en el plazo de dos semanas. Ya digo, yo he necesitado tres mudanzas, pero es cierto que yo no soy buen ejemplo de esto.

Y es lo bueno de este lugar: en Múnich el plazo se amplía a tres meses porque conseguir una cita para realizar el trámite en el Burgeramt es como una merienda de negros, que debe de ser una de esas cosas que ya no se dicen porque son políticamente incorrectas. Ahora hay que decir una merienda de negros, negras y negres. Pero aquí, es acercarse al ayuntamiento y se liquida en un momento. Sin cita siquiera.

En fin, que ya estamos anmeldados. No es que sea gran cosa, pero me hacía ilusión cumplir los plazos esta vez y mira, otro asunto que ya nos hemos quitado de delante.

Olvidé mencionar que, el viernes pasado, tuvimos un pequeño curso acelerado de la calefacción de la casa. Tenemos en el sótano un ingenio impresionante.

Al renovar la casa, mi suegro se acogió a unas ayudas de la administración para instalar la calefacción y no sé si las ventanas. La condición que plantea el erario público es que la instalación sea de gran eficiencia energética. El resultado es que tenemos unas ventanas de triple capa, que yo no había visto en mi vida, y una maquinaria de calefacción que hace honor a todo lo que se conoce de la ingeniería alemana.

En el techo hay unas placas solares, concretamente termosolares. Cuando hace sol, que aquí es ratos, pongámoslo así, parte de la calefacción se extrae del sol, reduciendo así el consumo de gas, que está el horno para bollos pero muy caros.

La maquinaria es digna de hacerle fotos: las tuberías están señalizadas, cada una con su etiqueta; los relojitos señalando las temperaturas da gusto verlos; el ingenio completo es controlado a través de una pantalla táctil. Todos los datos de los sensores se pueden mostrar en datos actuales en una pantalla en un bonito y colorido esquema de la instalación. El hombre que nos explicó el asunto y yo nos hacíamos ojitos. Qué virguería. A mi suegro le tiene que haber costado una pasta, pero cómo luce el tema.

Y entre las ventanas con triple cristal y la ingeniería alemana, a veces hay que ponerse en mangas de camisa.

Y no mola. No necesariamente.

Aquí, fuera, hace mucho frío. Está haciendo un octubre de aúpa, con temperaturas de unos pocos grados por la noche e incluso, en una ocasión, con una helada. Cuando estás fuera, vas enfundado como una morcilla. Cuando entras en casa, aunque te quites parte de lo que llevas, sigues yendo muy abrigado. En cuando la temperatura sube de veinte grados, empiezas a sudar como un cerdo. Yo, por ejemplo, estos días no encontraba mis calcetines gruesos y he ido por ahí con dos pares de finos, uno encima del otro. En cuanto sube un poco la temperatura, la cosa se hace poco llevadera. Con unos calcetines gruesos, tres cuartos de lo mismo.

En fin, la calefacción es como el tiempo: nunca calienta a gusto de todos. Eso sí, qué pedazo de maquinaria y qué ventanas más recias, sí señor.

Hoy he tenido liada de Vodafone. Mientras coordinaba el cuajado de la tortilla de patatas y freía unos calabacines en parelelo, me ha llamado un tipo de la susodicha compañía para preguntar si había ido todo bien con la mudanza del Internés. Para resumir, le he dicho que sí. Luego ha empezado a hablar de Vodafone-TV y he tardado un poco en recordar que ya nos habían ofrecido algo así. Pero oye, sí; si quieres enviar la información esa que dices por correo, la envías. Le echaremos un vistazo, pero ya te digo que tenemos Netflix y llevamos tres meses sin ponerlo, por mucho que “El juego del calamar” esté partiendo la pana y por mucho que me gusten los calamares.

Pues bien, a los cinco minutos me llega un e-mail diciendo que gracias por el encargo, que me llegará el aparato de televisión en unos días y que estos son los términos del nuevo contrato. Su puta madre.

De nuevo, llamadita. Servicio técnico, gran compañía de telecomunicaciones. Pero venga, vamos p’alante.

Tras despachar al robot de turno y esperar nueve minutos a que me atendieran, le digo al amable hombre que nada de televisión, que sólo Internet.

—Ah, muy bien. Pues tiene usted la oportunidad de doblar la velocidad. Por el mismo precio.

—¿Por el mismo precio?

—Por el mismo precio.

—Oh, genial. Dele.

A cabo de cinco minutos me llega un e-mail diciendo que el nuevo contrato queda así, que son dos años de permanencia, que me incluyen un paquete de seguridad que cuesta tres euros al mes y que en breve me llega el router.

¡Su puta madre! Segunda llamadita. Explicaciones a la buena mujer (recuerde que todo esto va en alemán).

—No se preocupe, eso es que se han cruzado los emails.

—¿No he contratado la televisión?

—No.

—¿Me quedo con mi router y mi contrato?

—Sí.

Al cabo de cinco minutos me llega otro e-mail. Me quedo con mi router y mi contrato. Resulta que he cambiado de tarifa. Tiene un costo único de 9.99 euros.

Qué cabrones.

Me llega otro e-mail con otra cosa que he contratado. ¿Se habrá cruzado este también? Espero que sí, porque se me han acabado las ganas de servicio técnico por hoy.

Así que la cosa queda en un gigabit por 53 euros al mes. Esperemos que ahí quede todo. Por lo menos me ha servido para practicar las llamaditas una vez más. Le voy cogiendo el tranquillo.

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